Año 7 - Edición semanal - ISSN 2422-7226

“En la Universidad no hay otra experiencia que la del trámite”

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A continuación le ofrecemos al lector una entrevista realizada por Página12 a Raquel Bozzalo, psicóloga y profesora de la Universidad de La Plata. En esta ocasión, se propone una mirada crítica sobre cómo se configura la experiencia de la vida universitaria, tanto para los docentes como para los estudiantes que comparten ese mismo espacio pedagógico.

(Año 2/ Edición Nro. 73/ 08 de Diciembre de 2015/ Ciudad de La Plata).

¿Por qué piensa que las formas de transmitir saberes en la universidad ya no son efectivas?

–Trabajando las tesis de Ignacio Lewkowicz y la idea de que en momentos de mucha información hay poca comunicación, pensamos que la enseñanza empieza a perder sentido como transmisión de unos hacia otros. Los docentes suelen decir que los estudiantes los miran con cara de vaca, frase terrible pero cierta. El docente trata de encontrar una cara que no sea de vaca para apoyarse y hablar con sentido, porque, si no, termina dándole clase al grabador y ahí no hay diálogo. En esas condiciones, empezamos a ver que leer un artículo y discutirlo con los alumnos no tenía sentido. Cuando les decíamos que leyeran la bibliografía ocurría que en los primeros prácticos luchábamos para que leyeran, después nos desesperábamos, les hacíamos fichas, pero lo sorprendente era que para el examen final leían. Y cuando leían, ellos se sorprendían y encontraban cosas interesantes. Pero en ese momento ya se estaban yendo. Los tiempos programados de teóricos y prácticos no tienen nada que ver con la vida real de los estudiantes.

¿Qué pueden hacer los docentes?

–Nosotros tratamos de intervenir, de romper las inercias que hacen que los alumnos se automaticen y pongan esa cara de vaca. Al principio dábamos clases expositivas, pero cambiamos. En general, la primera clase no es una clase, sino una experiencia con diálogos sobre lo que hacemos en la universidad, confesiones sobre lo que nos pasa a los docentes y, a la vez, provocamos a los estudiantes para que se presenten de un modo diferente a ese estar automático. Es más la idea de laboratorio que de clase. Primero generar diálogo para después poder ir y encontrar con los estudiantes algo en los textos. Hacemos una circulación de los textos por mail, no sólo a través de la fotocopiadora. Pareciera que, mandado personalmente y en función de una discusión concreta, un texto es leído de una manera distinta que si lo van a comprar como parte del módulo tal.

Pesa la relación personal.

–Sí, pero es una relación que cuesta construir, porque hay mucha desconfianza. Pero, claro, todo esto significa hacer cada encuentro con poca planificación y es complicado. Cuando intentamos socavar lo naturalizado, al principio los estudiantes suelen sentirse muy inseguros porque les quitamos apoyaturas. Hasta que empiezan a ver que se abre la posibilidad de pensar, que puede ser grata y liberadora. Como les quitamos apoyatura, tratamos de darles otra que, por lo general, pasa por armar un clima de grupo. Y ahí viene otro problema: los principales desapoyantes son los compañeros. Si alguien entra en el clima de trabajo, suele ser visto como una especie de traidor y lo dejan solo. Los compañeros no acompañan.

¿Cómo llegan los estudiantes a ese “estar automático”?

–En general, los estudiantes relatan que el 1er. año de la carrera fue de mucho deseo, pero que ya en 2º se dan cuenta de que si trabajan desde el deseo no aprueban o aprueban con notas bajas. Entonces empiezan a cursar sólo para escuchar qué palabra, qué giros, qué orientación tienen que adoptar para aprobar. Buscan una clave como guía para pasar. Como Zelig, se acostumbran a asumir el lenguaje, la modalidad y los intereses de cada cátedra hasta terminar la materia. Una vez que aprobaron, se olvidan todo. Es incorporación y emisión, no hay experiencia. Si un autor o un tema les interesa, aprenden a relegarlo para otro momento. Se ha vaciado la organización que daba sentido a estudiar en la universidad. Hacer la carrera es correr. Cada materia es un obstáculo a saltar. Van a la facultad a escuchar y, si los interpelamos, hablan sobre lo que sienten pero al modo Gran Hermano, es decir, de una manera modulada por lo que suponen que se espera de ellos. Tienen siempre alerta la antenita tratando de captar “¿qué espera el docente de mí?”. Es la necesidad de ser eficaces y aprobar. Eso hace que el estudiante deje de ser un sujeto interesado por estudiar. Y la universidad deja de ser un lugar donde se alienta a producir ideas y pensamiento. Desde lo institucional, los planes de estudios tienden cada vez más a producir profesionales.

¿Necesariamente el modelo profesionalista produce esta clase de sujetos?

–No, hay otros factores relacionados con lo que llamamos subjetividad gestionaria. La universidad es una máquina gigantesca de producir títulos… La universidad forma una manera de ser habitada que nos va tomando a docentes y estudiantes, y es una manera trámite, la eficacia en el trámite. Para los docentes lo eficaz es terminar de dar la materia a fin de año, sacarnos de encima los exámenes, presentar programas, lograr subsidios, tener respeto de los pares. Para los estudiantes, se trata de rendir materias y recibirse pronto. Sienten que estudiar en la universidad es el trámite de sacar el título. Su miedo es atrasarse. Son mitos que organizan ese tiempo del sujeto contemporáneo, el apuro y la ansiedad de suponer que adelante está algo mejor, nunca la posibilidad de habitar el presente. En la universidad, este rasgo de la subjetividad contemporánea dificulta la formación. Si no habitás el presente, si al cursar no vivís una experiencia, después no queda registro alguno, no quedan marcas. El punto central es que en la universidad no hay otra experiencia que la del trámite. Y el trámite hasta puede ser muy lúcido, puede ser dar un excelente examen, pero es trámite en el sentido de que no se le produce nada a la persona que lo está haciendo.

¿Qué otras condiciones de la universidad inciden?

–Por un lado, ya no existe el acto pedagógico tradicional, porque no hay autoridad, no hay consistencia del saber en el otro, no hay ese depósito de confianza en que el otro tiene algo que me va a servir. Este es un quiebre que sufre toda la educación, incluso la crianza de los hijos, toda construcción tutelada de subjetividades. Después sí vienen condiciones propias de la universidad. La masividad genera situaciones terribles de anonimato y el anonimato, en lugar de vivirse como un padecimiento, pasa a ser un refugio. Sólo después de que logramos interrumpir esas cosas los estudiantes pueden reconocer que habían padecido el anonimato o la soledad, y detectan que lo que parecía cómodo no lo era.

Extraído de: http://www.pagina12.com.ar/diario/universidad/10-82693-2007-04-03.html

 

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