Presentamos a nuestros lectores una interpretación jurídica que reflexiona sobre una serie de categorías conceptuales que admite múltiples criterios y polémicas en torno a la diferenciación entre prostitución y trata. En lenguaje coloquial el autor remite a antecedentes históricos, de jurisprudencia y a la situación actual de la diversidad de formas que adquiere la prostitución o venta del cuerpo femenino al margen de la ley de trata vigente. Sin lugar a dudas estamos ante un planteo que interpela la moral y ética que vale la pena reflexionar, debatir y por sobre todo sincerar.
(Año 2 / Edición Nro. 84 / 10 de Julio de 2016 / Pto. San Julián)
La prostitución (la “profesión” más antigua, según el saber popular) acompaña a nuestra especie desde sus orígenes. Existen investigaciones que demuestran incluso que podría ser un hábito social propio de los primates. Se basan para afirmar esto en observaciones que darían cuenta de que entre los chimpancés es frecuente que algunas hembras acepten los requerimientos sexuales de machos que, a cambio, les ofrecen comida.
Causa entonces cierta extrañeza que, a pesar de ser un fenómeno que está presente en todas las culturas de todos los tiempos, su visibilidad sea frecuente motivo de escándalo entre la gente que se considera “decente”, así como de preocupación y polémica entre las autoridades, que ocupan tiempo y recursos en dictar normas y disponer mecanismos de vigilancia, control y a veces represión de dicha actividad.
En sociedades con fuertes convicciones sobre las libertades individuales, (Suiza y Holanda por ejemplo) las normas se reducen a una regulación administrativa, que procura solamente asegurar que las trabajadoras del sexo se encuentren identificadas, paguen sus impuestos, y ejerzan su actividad sin alterar el orden público. Fuerte contraste con nuestro caso, donde el principio general es la restricción –las leyes de la Nación prohíben desde hace décadas el funcionamiento de prostíbulos-, y la prostitución, que como acción privada goza de protección constitucional, se ejerce con más o menos clandestinidad, en lugares que todo comisario de pueblo o de seccional conoce perfectamente.
Hasta hace algún tiempo, en las grandes ciudades los prostíbulos funcionaban bajo el eufemismo de “casas de masajes”, “saunas” o “departamentos VIP”. En el interior, en cambio, los conocidos locales con una luz roja en el frente se denominaron “Cabaret”, “Whiskería”, “Night Club”, y el funcionamiento de los mismos siempre estuvo permitido y regulado por las normas municipales. A las prostitutas se les llamaba “alternadoras” (denominación que se encuentra en el Convenio Colectivo de Trabajo de Artistas de Variedades, y que define a la mujer que, formando parte del staff de un local de ese tipo, interactúa con el público; hasta entrados los años ’70 se les llamaba popularmente “coperas”), y debían presentar constancia de no tener antecedentes policiales, y obtener una libreta sanitaria en la que además de los exámenes médicos de rutina expresamente se debía hacer constar que la alternadora no estaba afectada por infecciones de transmisión sexual.
Pero la realidad siempre corre un paso más adelante que la Ley. Viejas formas de delito captaron la atención del gran público –y por consiguiente de las autoridades, siempre pendientes del humor del gran público-, y comenzaron a ser tapas de los diarios. A partir del emblemático caso Marita Verón, comenzamos a oír hablar todos los días de redes y mafias de prostitución y trata de personas, y los hasta ayer despreocupados ciudadanos comenzaron a temer por sus hijas y nietas, que en cualquier momento podrían ser víctimas de tan abominables crímenes. La prédica de ONGs como La Alameda logró reformas legislativas que cerraron más el cerco, y obligaron a los intendentes y concejales de cientos de pueblos y ciudades pequeñas del interior a revisar sus normas y prácticas locales, y en muchos casos dejaron de extenderse habilitaciones para “cabaret” o similares, y libretas sanitarias para “alternadoras”. El argumento no explicitado pero presente es que en la enorme mayoría de los casos las prostitutas entregan parte de su recaudación a un tercero, sea el dueño del local en que trabajan, o el proxeneta que les asigna un área donde ofrecer sus servicios, a cambio de “protección”. Y si es así, la prostituta –aunque ejerce una actividad que no está prohibida en sí misma- contribuye a perpetrar un delito, que es la obtención de beneficio económico a partir de venta de sexo por parte de otra persona. Y se pretende ir más lejos aún: perseguir al consumidor de los servicios sexuales de la prostituta, ya que “sin clientes no hay trata”. Este argumento es el que, tal vez sin quererlo, revela con más claridad el pensamiento de quienes impulsan estas restricciones. Ellos creen que ninguna mujer se prostituye voluntariamente, y en todos los casos es víctima de trata.
Esta situación merece dos reflexiones: una, con mira en las consecuencias prácticas de este cambio de enfoque o paradigma, y otra con mira en los aspectos éticos del nuevo enfoque o paradigma.
En cuanto a lo primero, lo más evidente (y que además era lo más previsible) es que la prostitución, lejos de haber disminuido o desaparecido, sigue existiendo como siempre, pero al ser “más clandestina que antes” abre una puerta más grande a la corrupción. Un mal funcionario policial, municipal o judicial que hace la vista gorda ante una infracción más grave, puede pedir una coima más suculenta que si lo hace ante una falta menor. Si la opción para el infractor es pagar la multa o la coima, la multa debe ser más cara que la coima, para elegir pagar ésta última. Pero si la opción es pagar la coima o ir preso, el funcionario pone el precio que quiera. Generalmente el infractor lo va a pagar. La publicidad en diarios ya no es explícita, pero los avisos ahora ofrecen (como era antes) “secretarias”, “promotoras”, “peluqueras de hombres”, “masajistas”, etc. Las páginas de Internet de este rubro, de dominios internacionales, por el contrario, son explícitas en fotos, videos, teléfonos y direcciones de e-mail argentinas. Por otra parte, y aunque no haya corrupción de por medio, los antiguos “cabarets” se han reconvertido a “bar o “pub”, en los que formalmente no hay alternadoras, y se permite la entrada a personas de ambos sexos. Eso sí, entre la concurrencia se puede observar que las damas que antes hacían dicho trabajo, ahora están allí en calidad de parroquianas, vestidas quizá con más recato, pero haciendo exactamente lo mismo, y concretando sus acuerdos comerciales con los hombres, que celular en mano intercambian con ellas mensajes de texto en los que se arregla punto de encuentro (fuera del local, claro), servicios requeridos y tarifa a pagar. Todo está como siempre, con tres pequeñas diferencias: a) No hay sexo en los locales; b) Nadie controla ninguna documentación de las “alternadoras”. Ahora sí puede ser que sean mujeres que estén reportadas como desaparecidas, o que tengan pedido de captura, o que sean inmigrantes ilegales, o que porten infecciones de transmisión sexual; c) Nadie les garantiza ninguna seguridad a estas mujeres. Cada hombre a quien citan en una esquina mal iluminada, puede ser su último cliente.
En cuanto a lo segundo, el panorama nos obliga a hacernos preguntas incómodas, cuyas respuestas posibles son muchas. ¿Por qué una mujer se prostituye?. Por necesidad y falta de otras opciones, dirán algunos. Pero otros dirán que siempre existen otras opciones, más dignas y convencionales, aunque no se tenga preparación alguna. Extrañamente, pocas veces se le hace la pregunta directamente a las interesadas. Tal vez tengamos miedo de la respuesta. Más de una nos dirá que prefiere una hora de sexo sin amor con un desconocido, a cambio de algún dinero, que juntar la ropa sucia y limpiar el inodoro del baño de ese desconocido, cobrando por hora menos de la mitad de ese dinero, incluso si en este último caso le dieran recibo de haberes y le aportaran para la jubilación. No pocas son mujeres que han huido, falseando su identidad, de realidades de miseria y violencia espantosas, y lo que menos desean es ser identificadas y “rescatadas”. Muchas también son mujeres que no se plantean un dilema moral, y a la hora de decidirse a hacer un trabajo peligroso pero redituable no lo dudan, y su única precaución es irse lo más lejos posible de su lugar de origen, de modo que la familia y los vecinos no puedan corroborar si es verdad o no que está trabajando de secretaria, o de administrativa, y que con lo que cobra siempre le queda alguna ganancia para girarle todas las semanas a la madre, hermana o parienta que se quedó cuidando de sus hijos pequeños.
¿Y qué decir de la prostitución masculina, tan de moda, consumida al principio sólo por hombres homosexuales o bisexuales, pero cada vez más por mujeres, que exigen su derecho a tener acceso a las mismas cosas que los hombres?. ¿Se podría autorizar a funcionar un local donde no hubiera “alternadoras” sino “alternadores”?.
Por último, y no menos inquietante, en el país está creciendo de manera imparable la industria del cine porno, con actores y actrices argentinos, algunos ya con fama mediática como la malograda Déborah Pratt. No es ningún secreto que para producir estas películas se necesita no sólo de los actores y actrices, sino de técnicos, camarógrafos, maquilladoras, peluqueras, asistentes, escenógrafos, y por cierto valiosos equipos, vehículos, escenarios, en fin, todo un universo de recursos humanos y materiales que justifican la designación de “industria” con que se suele aludir a la actividad. Toda esa gente, por cierto, trabaja por dinero. Les pagan por hacer lo que hacen. Y entonces, si dos personas tienen sexo por dinero frente a una cámara, y se hacen modestamente famosas por eso, la película resultante goza de protección en su copyright, el Estado cobra impuestos por la venta de los DVDs, y varias personas más ganan dinero con el trabajo de los actores y actrices, quienes hasta pueden llegar a aparecer en programas de televisión de audiencia masiva como el de Susana Giménez. Pero si una mujer desconocida, para ganarse su diario sustento, elige alquilar su cuerpo por algunos billetes, deberá ocultarse en la marginalidad, aunque haga exactamente lo mismo que esas actrices. Ni hablar si además un tercero obtiene algún porcentaje o comisión. Después de todo, “pornografía” es una palabra griega que significa “representación gráfica de la prostitución”. ¿Por qué es ilegal si se oculta, pero lícita si se graba y se exhibe ante multitudes?.
Como conclusión, estas líneas que podríamos calificar de “pensamientos en voz alta” no persiguen otro objetivo que invitar a reflexionar y por sobre todas las cosas, a dialogar quienes tenemos alguna responsabilidad funcional o académica, sin hipocresía ni prejuicios, sobre el tratamiento que la ley debería darle a este fenómeno. Porque nadie es dueño de la verdad, ni ésta es fácil de encontrar, pero todos sabemos dónde no hay que buscarla.
Eduardo Díaz Razmilich (ABOGADO (UBA). PROFESOR UNIVERSITARIO EN CIENCIAS JURÍDICAS (UCP)